DE ARQUITECTURA A FILOSOFÍA

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Una mañana cualquiera estaba yo sentado en los banquitos que había, todavía deben estar, en la entrada de la Facultad de Arquitectura, eran unos bancos de madera con la base de concreto junto a la pared de bloques calados o de ventilación en la Planta Baja. Ahí estaba yo sentado, posiblemente tomándome un café cuando llegó un carajo que también estudiaba arquitectura, él era medio cuentero y tocado de la azotea, nos pusimos a hablar de cualquier cosa, en eso una muchacha amiga se detuvo a conversar y creo que él dijo o ella contó que estaba estudiando sociología. A lo que la muchacha se fue, este carajo me contó que él estaba estudiando educación en el régimen de estudios simultáneos.

Él se levantó y se fue. Yo me quedé ahí mirando para todos lados y pensando lo que me había dicho sobre los estudios simultáneos o paralelos. Y por esas cosas de la vida, se me vino a la cabeza que yo alguna vez había pensado que quería estudiar filosofía. En verdad, yo ni sabía ni tenía idea de qué trataba esa vaina de la filosofía, como tampoco sabía de qué trataban los estudios de arquitectura, en eso estaba a mano conmigo mismo. No mucho tiempo atrás había leído algo de Nietzsche sin entender nada, por supuesto; solo había sentido ese impulso que encarna el pensamiento del mostachudo alemán y eso era suficiente para mí.

Yo, en verdad, era buen lector de historia de la arquitectura y del arte en general, todo lo leía al respecto, me había leído completo el libro de Benévolo y Giedion que son unos textos voluminosos, era lo que más me gustaba. Y hacía ya tiempo que estaba enamorado de la Dama de Rojo. Por esos mismos tiempos, había comenzado a sentir que algo faltaba en esas historias de la arquitectura, por ello me incline hacia la crítica de la arquitectura, pero igual notaba que algo faltaba y no sabía qué era. Solo presentía la ausencia, sin saber que era lo qué estaba ausente. Por esa razón, fui poco a poco dejando en el olvido la pasión por la crítica y la historia de la arquitectura, ahora son solo hilachas.

Al rato de estar pensando en eso de estudiar filosofía me levanté y me fui caminando hasta la Escuela de Filosofía. Yo no sabía ni dónde quedaba ni tenía la menor idea de dónde estaba ubicada, pero llegué; no me acuerdo cómo. Debo haberle preguntado a alguien o algún Dios perverso me guió hasta la puerta de la misma Dirección de esa Escuela. Entré y pregunté, cómo hacia para estudiar estudios simultáneos de Filosofía, ya que yo estudiaba arquitectura. Debe haber sido Celia la que me atendió, ya que ella por ese entonces era la Secretaria de la Escuela de Filosofía. El escritorio donde ella trabajaba estaba apenas uno abría la puerta de la Dirección, uno casi le daba con la puerta.

Me dieron un papel donde decía lo que tenía que hacer y con el mismo me regresé para la Facultad de Arquitectura. Lo primero que tenía que hacer era una carta pidiendo autorización a la Escuela de Arquitectura para poder hacer los estudios simultáneos; pedían, además, un promedio mínimo de 15 puntos, yo lo tenía un poco más arriba. Hice la carta ese mismo día y si mal no recuerdo creo que la secretaria del Departamento de Arquitectura Ambiental, o cómo se  llamara ese Departamento, me transcribió la carta a máquina, me hizo ese favor, pues yo la había escrito a mano. Aunque yo tenía la vieja Remington Steel que no sé qué se hizo, debe haberse perdido en medio de tantas mudanzas y andares, ella transcribió la solicitud.

Subí a la dirección y presenté mi solicitud a la Escuela de Arquitectura, y como eran diligentes para dar respuestas al mes me dieron respuesta. Aceptaban que yo hiciera los benditos estudios simultáneos, a lo mejor querían deshacer de mí. Con la carta de aprobación me fui para la Escuela de Filosofía y me debe haber atendido nuevamente Celia, quién más, si ella era la que resolvía todo ahí. Ella terminó de decirme lo que tenía que hacer para que ahora la Escuela de Filosofía aceptara mi solicitud para hacer los estudios paralelos.

Por ese entonces yo vivía en las calles de las putas, así bautizamos esa calle que queda al pasar el Hotel Cuatricentenario, en Plaza Venezuela, de donde salió Carmona Vásquez y luego lo liquidó el grupo Gato. En esos mismos tiempos comía en el Comedor Universitario, comer en la década de los ochenta en el comedor era un asco, todos los mediodías daban de almuerzo pescado sancochado en agua y sal, nada más. Y por supuesto las famosas naranjas de Chernobyl, que tantas vidas han salvado. Lo único bueno era el desayuno, yo me comía hasta dos. No era un desayuno gourmet, pero no había otro y muchos menos dinero.

La renovada idea de estudiar filosofía y los trámites para iniciar ese asunto tengo que haberlos iniciado o al final del octavo o al inicio del noveno semestre, no recuerdo bien. Lo cierto es que la gente de filosofía aceptó mi solicitud, y me mandaron a que me inscribiera en la Facultad de Humanidades y Educación y en la Escuela de Filosofía, de ese proceso no recuerdo nada. Todo fue muy rápido, como si los dioses estuviesen tramando algo. Si recuerdo que saqué el carnet de estudiante de filosofía e inicié los estudios de filosofía cuando estaba en el décimo semestre de arquitectura, terminaba la carrera de arquitectura haciendo el proyecto de trabajo de grado que era el diseño de una biblioteca en Coro, estado Falcón, junto con La India, Bemergui, El Chaval y El Bambino, cada uno hacia su proyecto individual porque ya habíamos hecho el trabajo en equipo, el tutor era el profesor José Miguel Menéndez quien había sido nuestro profesor durante la mitad de la carrera.

Tenía por aquel entonces aspecto de estudiante de filosofía de la década de los setenta. Era un desmadejado, vestía con la ropa toda arrugada porque en ese entonces no tenía plancha, años después compré una General Electric en la Avenida Lecuna por cuatrocientos bolívares, que todavía está por ahí. Tenía el pelo largo que llegaba casi hasta la cintura y siempre andaba espelucado, porque siempre he tenido la costumbre de peinarme una sola vez al día, después de lavarme el cabello en las mañanas. Debe haber sido por eso que Celia me atendió tan bien, aunque siempre fue una persona muy amable.

A la primera clase que asistí en filosofía fue de Historia de la Filosofía con el profesor Agustín Martínez. Estábamos unos poquitos alumnos, creo que cinco o seis a lo sumo. Agustín Martínez, en esa primera clase, nos dijo: —«A ustedes nadie los fue a buscar  a su casa ni los mandaron a venir, ustedes vinieron porque así quisieron y lo eligieron» y sentenció «No hay filósofos de diez puntos, los filósofos son de veinte puntos».

Esa fue una buena clase. Ahí mismo, y sin perder tiempo, comenzamos con el mismísimo Hegel y sus Lecciones sobre Filosofía de la Historia. En la inmensidad de la filosofía descubrí que era aquello qué a la historia y a la crítica de la arquitectura le faltaba. Supe que eran los fundamentos filosóficos en que se sustenta toda arquitectura, por eso para mí aquellos textos ya olvidados navegaban sobre un vacío sin asidero.

Después de todo este tiempo, tenía razón Pierre Aubenque cuando dijo que “las lecciones de la filosofía son eternas”.

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