EL VIEJO ANTONIO

Ayer, sí fue ayer, me encontré con el viejo Antonio, al que llaman toño. Me dio alegría volver a verlo, y sin pararle la más mínima bola a las medidas de bioseguridad le di un abrazo.

Tenía como dos años que no lo veía, y cada vez que pasaba por donde tiene el negocio miraba para dentro y no lo veía. Eso me tenía preocupado, pensaba preguntar por él con cierto miedo de que me dijeran que había muerto, pero no. El hombre todavía está dando brega en esta tierra.

Me contó, que se había ido por los lados de Boconó, pero que la casa quedaba muy apartada. Que la casa más cerca está como a kilometro y medio. Los hijos le dijeron que ahí estaba muy solo. Que mejor se fuera para Escuque, porque en El Alto de Escuque tiene una casita.

Y por esos lados ando, el viejo me dijo:

—Es que allá, como no hay mucha gente uno se va volviendo como medio pendejo. Y les dije a mis hijos que mejor me trajeran unos días para acá y por eso es que me conseguiste hoy aquí. Y ¿vos cómo estás?

—Bregando cómo todo el mundo, le dije.

El viejo Antonio es buen conversador, siempre tiene un cuento que echar. Una vez iba pasando y él estaba ahí parado en el portón. Lo saludo y me dice:

—Mirá, sabés que esta mañana me iba a encaramar para alcanzar una vaina ahí arriba, y chico cuando levanto la pierna no medió la medida para montarla en el taburete. Y me dijo: ¿Qué es esto? Yo pensaba una cosa y el cuerpo otra. Habés visto, yo que imaginaba que la pierna me alcanzaba para subirme al taburete y que va. Ni a la mitad me llegó.

—Así es la vaina, le dije. Con el cuerpo no se puede.

—La semana pasada llegaron las muchachas, mis hijas, y trajeron una torta. Y me dicen: «Papá aquí te trajimos una torta para festejarte el cumpleaños». ¿Y cuántos es que son? ¿Deben ser unos cincuenta? Les preguntó yo. «¡No! Son ochenta», dicen ellas. Yo y qué cincuenta, vainas mías.

Esta vez me contó:

—Una vez estaba yo parado aquí mismo, serían como las dos de la tarde y pasó un señor, ya entrado en años, y me dice: «Yo voy para allá y cargo esta caja ¿La puedo dejar aquí un ratico? Es que está pesaita, ya regreso y la recojo». Sí, póngala por ahí, el hombre puso la caja por un rincón y siguió su camino. Yo me quedé parado donde ya estaba. Y al ratico llegaron dos hombres en un moto y me preguntan: «¿Usted tiene rato aquí parado?». Sí, tengo un ratico aquí. «Ha visto pasar un señor mayor, así y asá». Sí, por aquí pasó, llevaba una caja y me dijo que si se la podía guardar un rato aquí mientras él volvía. «¿Dónde está la caja?». Por hay está, creo que en aquel rincón, les dije. «Nosotros vamos a ver esa caja». Sí pasen, por ahí está, le dijo yo.

A pues, y no sabés vos; los hombres me dicen: «Mire, no le hacemos nada porque le vemos la inocencia en la cara. ¿Sabe usted qué tiene esta caja?». Y cómo voy a saber yo, si ni la he mirado. «Mire esta caja lo que tiene es droga, pero quédese tranquilo». Los hombres agarraron la caja y se fueron, el otro no volvió.

Vez que uno no puede confiar en nadie, y era un hombre entrado en edad.

—Es que hay que andarse con mucho cuidado, le dije yo.

—¿Y vos dónde andabas?

—En Caracas, vine a acompañar a la vieja un rato.

—Está bien. Voy a hablar con Carlos, porque esa mata que ves al fondo está dañando el techo. Le voy a decir que si la corta él o me da permiso, escrito en un papelito, para cortarla yo. Porque ahorita puedo pagar ese trabajito.

 —Vamos, que yo voy en esa dirección y te acompaño.

—Es aquí mismo, en la alcaldía.

—Bien, vamos.

—Yo me quedo aquí y vos seguís. Me alegra haberte visto. Cuidate mucho.

—Igual. Cuídate mucho.

Ahí nos despedimos.